¿Qué sucede cuando un/a niño/a tiene miedo en el aula?
Cada vez son más los docentes que se preocupan por cada alumno a nivel personal y por cómo afrontar mejor sus necesidades. No obstante, en algunos casos, nos encontramos con profesores que bien por desconocimiento (de aspectos como la teoría del apego, el funcionamiento del cerebro del niño, la gestión de emociones y las inteligencias múltiples) y por falta de recursos, bien por problemas personales o emocionales, gestionan la dinámica del aula desde estilos centrados en el autoritarismo, la crítica, el castigo o la etiquetación. Este estilo docente despierta en los niños respuestas de miedo y ansiedad. Para que el proceso de aprendizaje sea posible, los niños deben sentirse en un entorno seguro.
Todas nuestras emociones son necesarias y cumplen una función. El miedo es una respuesta emocional últil para nuestra supervivencia. Se activa ante la presencia de una amenaza y nos ayuda a darle respuesta: nos enfrentaremos a la amenaza, escaparemos o, si ninguna de estas opciones es posible, nos quedaremos paralizados.
Pero, ¿qué ocurre si esta respuesta se activa cuando un niño está en el aula? Si un/a niño/a recibe constantes críticas en clase por parte de su profesor, o es ridiculizado, si la comunicación no verbal de su maestro/a es agresiva (tono de voz fuerte, expresión facial de enfado…), si es etiquetado o culpabilizado, puede sentir miedo, angustia, tristeza, rabia… Experimentará que se encuentra ante una amenaza.
Cuando nos sentimos amenazados/as, se activa la rama simpática de nuestro sistema nervioso autónomo (SNS), para responder luchando, huyendo, o quedándonos paralizados.
¿Cómo vivimos esta respuesta? ¿Qué ocurre en nuestro cuerpo cuando se activa el SNS?
-tu respiración se acelera
-aumenta tu presión arterial
-fluye más rápido la sangre a las extremidades y al corazón
-segregas adrenalina y noradrenalina
-aumenta la glucosa en sangre
-se abren más tus ojos y se dilatan tus pupilas
Si estuviéramos en la selva y tuviéramos que huir de un animal salvaje, esta respuesta sería adaptativa, ya que nos ayudaría a escapar de esa amenaza. Pero, ¿Qué consecuencias tiene para un niño activar la respuesta de lucha/huída/parálisis en el aula?
Si estamos asustados, no se puede dar el proceso de aprendizaje.
Para que podamos aprender, crecer, relacionarnos… necesitamos sentirnos seguros. Debe activarse la rama parasimpática (SNP) del sistema nervioso autónomo. Esta rama es la que nos relaja, y a través de la que se da la reconstitución, la alimentación y el crecimiento.
Según Paul McLean, nuestro cerebro se divide en “tres cerebros”: el cerebro reptil (responsable de las constantes vitales, respuestas automáticas e instintivas), el cerebro mamífero o cerebro emocional (sistema límbico) y el cerebro humano (neocórtex). Podemos ver así en nuestro cerebro los estratos de nuestra evolución en capas.
Dentro del cerebro emocional, se encuentra la amígdala. La amígdala es el “detector de humo” del sistema límbico; es la encargada de disparar las respuestas de alerta. Cuando la respuesta de lucha/huída/parálisis está activada, “desactiva” nuestro “cerebro humano o neocórtex”.
Si estando sentado en el aula, el/la niño/a siente miedo y angustia, su amígdala almacenará los recuerdos de estas situaciones amenazantes, y mediante la asociación, se podrá activar ante los elementos que nos conecten con estos recuerdos: la profesora, el aula, los libros, el colegio… de modo que cada vez que estos elementos estén presentes y le conecten con las experiencias angustiantes que ha vivido, se activará la respuesta de lucha/huída/parálisis del sistema nervioso autónomo simpático. Este estado de alerta imposibilita el proceso de aprendizaje.
Para que se dé el aprendizaje debemos poder trabajar con el neocórtex, estando el cerebro mamífero y el cerebro reptil en estado de equilibrio.
El neocórtex es la base de nuestro razonamiento, del aprendizaje y la creatividad
Si un niño se enfrenta a la activación repetida de la respuesta de estrés, sobreactivando el cerebro reptil y el sistema límbico, esto tendrá efectos a largo plazo en su salud física y emocional.
Al no ser capaces de aprender estando esta respuesta activada, cuando cese el nivel de activación, ¿qué tipo de creencias desarrollarán estas niñas y niños?
La interpretación del niño de estas situaciones y de lo que sienten mediante pensamientos sobre su actuación (“no soy capaz” “no puedo” “no valgo”) son creencias distorsionadas que repetidas una y otra vez, se podrán instalar y guiarán a estos niños en su desarrollo futuro, activándose en otras situaciones. Como dice Antonio Damasio, los pensamientos se asientan sobre los estados de nuestro cuerpo.
El entorno seguro
Según Caelan Kuban Soma, director clínico del National Institute for Trauma and Loss in Children de Detroit, “hay una relación directa entre la reducción del estrés y los resultados académicos”. Para que se dé el aprendizaje, debemos encontrarnos en un entorno seguro
También es importante tener presente que si, además, un niño ha sufrido trauma (en su entorno familiar, social o escolar), esto tiene efectos en su nivel de activación y su conducta que deben ser conocidos por los maestros/as para atender adecuadamente a los alumnos, de modo que la escuela no suponga una nueva fuente de traumatización, sino un espacio de seguridad y apoyo. Un/a niño/a que ha vivido situaciones de trauma, tiene un “radar de peligro” activado, por lo que estímulos que a ojos de otros compañeros o de la profesora puedan parecer inofensivos (gestos, ruidos, movimientos…) pueden suponer una fuente de amenaza para el niño. Un/a niño/a puede experimentar estrés extremo ante distintas situaciones: maltrato, abuso, negligencia, acoso, separación, dificultades económicas… Lo más importante es centrarnos en cómo apoyar y acompañar al niño en el aula, cómo ayudarle con lo que está viviendo, con las emociones que está experimentando.
Los/las alumnos/as necesitan sentir que son capaces de alcanzar metas, de lograr éxito en tareas. Es importante centrarse en el esfuerzo en la realización de las tareas, y proporcionarles experiencias de dominio, aumentando así su sensación de control y propiciando que sientan, que experimenten, sentimientos de valía.
“No me compares”
Establecer comparaciones entre unos/as alumnos/as y otros no les beneficia. Por el contrario activa creencias negativas en los niños, que se sienten etiquetados como “peores que” (“no valgo” “no soy capaz” “soy malo/a”…), generando respuestas emocionales de tristeza, angustia, frustración, e influyendo negativamente en su autoestima y autoconcepto; además de orientar a los niños hacia la competitividad entre unos y otros, con el objetivo de “ser el mejor” y ganar la aprobación de su maestro/a (el refuerzo positivo) y no la reprobación (el refuerzo negativo, con los consiguientes efectos a nivel emocional de malestar).
La profecía autocumplida: la importancia de las expectativas del profesor
Rosenthal y Jacobson realizaron un experimento en entorno escolar, dividieron a niños y niñas en dos grupos, transmitiendo a sus profesores previamente que unos tenían mayores capacidades intelectuales que habían medido mediante tests, y otros no tenían tales capacidades (datos que no eran ciertos). Tras ocho meses, el grupo de niños cuyos profesores pensaban que tenía mayor capacidad, obtuvo mayores avances intelectuales que el resto, confirmándose cómo las expectativas del profesor influyen en el rendimiento de los alumnos.
“Es una niña nerviosa” “Es malo en matemáticas” “Es lento” … Estas y otras expresiones aún se escuchan en entornos escolares y familiares. Cuando a un niño le etiqueta un adulto y esto es repetido una y otra vez, el niño/a termina por interiorizar este aspecto como parte de su autoconcepto; además, tratando de evitar la disonancia cognitiva, su conducta se orientará a confirmar esta creencia, que nuevamente el adulto enfatizará como parte de la etiqueta que “define” a ese niño. Estas etiquetas, transformadas en creencias negativas, acompañarán al niño a la hora de interpretar y de responder a las situaciones a las que se enfrente en el futuro.
Como dice Soma, “el niño no es su conducta”. Debemos centrarnos en las capacidades y potencialidades de cada niño/a, apoyarles y acompañarles en su proceso de desarrollo, desde la empatía y el respeto.
Para que esto sea posible, entre otros aspectos encuentro necesaria la formación de padres y profesores en gestión de emociones, la capacidad de autorregulación, el conocimiento del funcionamiento del cerebro del niño y la importancia del apego seguro.